miércoles, 15 de agosto de 2012

Nunca fue tan difícil poner un título


Recuerdo que aquella mañana tomé té, té y malas decisiones, con la remota esperanza de que en un futuro cercano pudiera tomar algo más que eso; su mano, por ejemplo. Prácticamente así empezó mi día “con la remota esperanza de que…  (Que me busques, que no me dejes ir, que haga frío afuera, que estemos solos cuando estamos solos, que los fantasmas se queden debajo de la cama, que tu voz esté en todos lados; pero solo yo pueda escucharla)”

Fue tan solo dos horas después que recibí una seductora propuesta y- pensándolo dos veces, pero sin medir las consecuencias- acepté. De pronto, y tan solo media hora después de haberme tomado ese té cargado de malas decisiones (rápido efecto), me sorprendí a su lado.Vale mencionar que prácticamente agonicé en el timbre y pensé en correr varias veces, ya que sabía el riesgo que significaba estar junto a él. Logré que la situación no me superase y, mientras era atacada por mi propio latir (Y es que yo no sé quién me traumó, pero- en mi caso- todo querer empieza con esa maldita taquicardia), toqué el timbre. 

 El ambiente olía a desesperación. Ambos sabíamos que, tarde o temprano, la química; la física; la ecuación; o, simplemente, lo caprichoso de nuestros labios harían lo suyo y terminaríamos envueltos en aquella corriente pasión con la que solíamos concretar nuestros encuentros.  

Trató varias veces de sumar nuestros labios sin mucho éxito. “No te hagas la difícil” musitó. “Está bien, difícil es lo último que quiero” pensé, pero no lo dije. Le di el encuentro a sus labios, porque ya estaba bueno de hacerse la interesante, de todas maneras no iba a funcionar. No con él. 

De mirada en mirada, de caricia en caricia, de beso en beso llegamos a un punto del que no podríamos retornar jamás, por lo menos yo que me perdí en el laberinto y aún busco exasperada la salida. 

Ahí estábamos- tan envueltos, tan invadidos, tan nuestros- mi mejor mala decisión y yo. Decidí ceder, me abandoné al que pase lo que tenga que pasar; pero es en esta clase de momentos en los que el conservadurismo me ataca por todos lados y no me permite regalarle todo a un corazón que no se encuentra a la altura de mi inocencia. Aunque, es cierto que ante tamaña circunstancia, ante tremendo sentimiento todo se torna complicado, incluyendo el hecho de rechazar aquella tácita propuesta.

Con el cierre abajo, la calentura arriba y el sentido común tratando de filtrarse por ese vacío que las palabras no supieron ocupar, sentí la imperiosa necesidad de apartarme. Sentí que debía salir de ahí lo antes posible, porque ese sentimiento, que ya estaba bastante lejos de ser amistad (cosa que no podía pasar, porque no, porque amigos), andaba queriendo meterse en mí a la fuerza. Atiné a darle un último beso, como si se tratase de una despedida. Para mi mala suerte, la ya horrible decisión insistía en que me quedase y me siguiera equivocando, como si ignorara el hecho de que desde nuestro primer frenesí yo había sido la que más perjudicada había salido o como si no le importara, en todo caso. Alguien debía enseñarle que el corazón se encuentra en el pecho y no entre las piernas. Por un momento pretendí ser yo la maestra, pero- al final- caí en la cuenta de que no sirve de nada tratar de enseñarle a alguien lo que no está dispuesto a aprender.

 Aquel último beso no hizo más que dejarme un amargo sabor a derrota, ya que- si bien fui yo la que decidió terminar con lo que se daba- la idea de alejarme de él para no volver (por lo menos no de esa manera) no hacía más que agobiarme.

No voy a mentir ni a negar que hubo una próxima vez, porque sí la hubo y, a mi juicio, fue la mejor de todas; pero lo terrible, lo malo de la decisión estaría por llegar. Algunos días después, tuve la ya repetida mala suerte de enterarme de que él (sí, él) había decidido compartir un poco de su arrebato con alguien que- claramente- no era yo. Yo no lo vi más que como un robo. Sí... ¡Me habían robado! Y esta reacción no hizo más que asustarme. Aquella, no tan buena, noticia me dejo latiendo y temblado en igual medida. Desconozco la veracidad de este hecho, pero lo que sí pude conocer ese día fue el sentimiento que está afirmación me causó. Sensación que realmente no me gustaría repetir. Dolor (palabra cursi que detesto) que siempre he odiado sentir.

Está de más decir que decidí salir rápida, pero calmadamente (huir) de su vida. Y es que habíamos dejado implícitamente claro que este era un juego, en el cual había una única regla que no valía romper: El que se enamora, pierde. Y todos sabemos que no me gusta perder… 

No hay comentarios:

Publicar un comentario